Por Jorge Larraín
Entre los muchos ángulos que un debate sobre la integración regional puede
asumir, a mí me interesan los aspectos culturales y de identidad. ¿Qué elementos
culturales e identitarios en América Latina favorecen u obstaculizan la integración
regional? En América Latina hay muchos elementos culturales comunes
que podrían favorecer la integración, pero hay muchos elementos
identitarios nacionales que la desfavorecen. Tenemos una historia compartida
durante tres siglos de dominación española, guerras de independencia en las
que los criollos de varios países lucharon juntos, la misma lengua, una religión
mayoritaria y muchos otros factores sociales, económicos y culturales comunes.
Pero, al mismo tiempo, existen también identidades nacionales muy fuertes,
que a menudo se definen por oposición a “otros” latinoamericanos, en
especial países vecinos. Piénsese en cómo los chilenos tienden a definirse en
oposición a argentinos, peruanos y bolivianos. Los colombianos en oposición a
venezolanos, los ecuatorianos en oposición a peruanos, los brasileños en oposición
a argentinos, etcétera. En estos casos, se hace más énfasis en las diferencias
que en las similitudes. Aun si encontramos rasgos culturales comunes, las diferencias entre países del área son enormes. Piénsese en las diferencias que existen
entre Argentina, Perú, Nicaragua, Colombia y México, para mencionar sólo
algunos países. ¿Significa esta diversidad que nuestras posibilidades de integración
son escasas?
En teoría, la diversidad nunca ha sido un obstáculo insuperable para la
construcción de una identidad colectiva. De hecho, se puede sostener que la
mayoría de las identidades nacionales latinoamericanas han sido construidas
sobre la base de una gran diversidad cultural. Si la gente cree lo contrario es
porque los discursos de identidad nacional a menudo tienden a ocultar cuidadosamente
la diversidad cultural que subyace a la nación. Las versiones
públicas de identidad nacional casi siempre nos quieren hacer creer que hay
una sola y verdadera versión de la identidad que se ha formado por una evolución
histórica casi natural y que es compartida por todos en la sociedad,
que se puede determinar con precisión lo que pertenece a ella y lo que está
fuera. Todo esto está lejos de ser cierto.
Si el Estado ha jugado un rol central en la construcción de las identidades
nacionales en América Latina, a través de sus propios rituales, celebraciones y
tradiciones inventadas, pero también aprovechando las dificultades, catástrofes,
divisiones y, particularmente, guerras, es precisamente por la necesidad de
integrar una enorme diversidad cultural en la base de la sociedad.
Si la mayoría de las identidades nacionales se construyen a partir de la diversidad
cultural, esto es más claro aún en el caso de las identidades regionales.
Aun si las diferencias entre países son grandes y la historia muestra que las
identidades nacionales desplazaron a la identidad latinoamericana a un segundo
plano, es posible construir una identidad latinoamericana más fuerte. El
mejor ejemplo de que esto es posible es Europa. Sus elementos culturales unificadores
son muchos menos que en América Latina, su pasado histórico está
plagado de guerras y divisiones hasta la segunda mitad del siglo XX y, sin embargo,
hoy día se ha embarcado en un proceso de integración que se proyecta
en la construcción de una identidad común y que, a pesar de las dificultades,
ha progresado mucho.
Claro que para que un proceso de fortalecimiento de una identidad común
tenga alguna chance de éxito se requiere la presencia de dos elementos
importantísimos: el compromiso político fuerte y duradero de los estados miembros
y la conveniencia económica mutua. Ninguna de estas dos condiciones
existe plenamente en América Latina hasta el momento y, aunque en el plano
de la energía comienza a esbozarse un cambio, los intereses económicos contrapuestos
subsisten.
Además, por sí mismas, estas precondiciones no garantizan la construcción
de una identidad común fuerte. Es paradojal que aunque en Europa hay una
fuerte voluntad política de integrar instituciones económicas y políticas, la identidad
cultural común es todavía comparativamente débil, mientras en AméricaLatina lo contrario es cierto: hay una identidad
cultural común más fuerte que no es correspondida
por una voluntad política de integrar. Sin embargo
las chances de Europa de construir una identidad
cultural común son más altas que las chances
de América Latina de integrarse económica y políticamente.
En América Latina, precisamente por
la existencia de una identidad regional más fuerte
que la europea, predomina la pregunta sobre cómo se van a preservar las identidades
nacionales.
Es importante hacer una distinción entre cultura e identidad. La cultura es
algo más general porque incluye todas las formas simbólicas y la estructura de
significados incorporados en ellas. La identidad es, en cambio, algo más particular,
porque implica un relato que utiliza sólo algunos de esos significados
presentes en las formas simbólicas mediante un proceso de selección y exclusión.
La cultura nunca tiene la unidad y estabilidad que tiene una identidad y
sus componentes simbólicos son normalmente de orígenes muy variados. Las
culturas son sistemas relativamente abiertos compuestos por una gran cantidad
de significados y formas simbólicas de variados orígenes y permeables a nuevas
formas simbólicas y significados que provienen de otras culturas, especialmente
en la época de la globalización, donde los contactos se han intensificado
fuertemente.
Así, por ejemplo, formas musicales, arquitectónicas, televisivas, literarias y
gastronómicas de las más variadas culturas entran hoy con relativa facilidad
en otras. Lo que no significa necesariamente que afecten la identidad colectiva
de esas sociedades, aunque es posible que a la larga en algún aspecto puedan
hacerlo. La identidad a su vez, aunque sea un discurso, tiene mucho
mayor estabilidad en el tiempo que la cultura. Porque no es cualquier discurso,
es un destilado narrativo de modos establecidos y sedimentados de vida.
De allí que la cultura cambia más rápido que la identidad. Por ejemplo, el
tango es en muchos sentidos una forma musical aceptada y valorada en toda
América Latina. Es parte de nuestra cultura. Pero no forma parte del relato
identitario chileno o peruano. En América Latina la cultura común es más
fuerte que la identidad común.
Al pensar en la integración, la pregunta más acuciante no es si la integración
regional afectará las identidades nacionales sino la inversa: ¿cómo afectan
las identidades nacionales al proceso de integración? ¿Hasta qué punto ciertas
versiones exclusivistas y triunfalistas de la identidad nacional en varios de nuestros
países podrían constituirse en un obstáculo para una verdadera integración?
Más aún, me parece relevante también preguntarse si algunos elementos
culturales comunes en América Latina favorecen o desfavorecen la integración.
Empecemos con esta última pregunta.
Claudio Véliz ha sostenido, con buenas razones, que en América Latina se
dan cuatro ausencias históricas claves que condicionan los orígenes de la modernidad
y que marcan diferencias sustanciales con la modernidad europea: la
ausencia de feudalismo, la ausencia de disidencia religiosa, la ausencia de una
revolución industrial, la ausencia de algo parecido a la Revolución Francesa.1
Si esto se pone en términos positivos, es decir en términos de lo que realmente
existió en el lugar de estas ausencias, se podría decir que, en primer lugar,
hubo centralismo político no desafiado por poderes locales; en segundo lugar,
un monopolio religioso católico no amenazado por denominaciones protestantes
ni por movimientos religiosos populares; en tercer lugar, un monopolio
económico exportador de materias primas al comienzo y, posteriormente, una
limitada industrialización promovida y controlada por el Estado, que no creó
ni una burguesía ni un proletariado industrial fuertes e independientes; y, por
último, un poder político autoritario que dejó paso a una democracia creada
formalmente desde arriba, sin base de sustentación burguesa o popular y, por
lo tanto, marcadamente no participativa. Todos estos elementos apuntan a una
marcada tradición cultural centralista en América Latina.
Algunos autores han expresado, de una manera que me parece sugerente,
la diferencia entre Europa y América Latina con la distinción entre una estructura
policéntrica de la modernidad europea y una estructura concéntrica de la
modernidad latinoamericana.2 Las sociedades modernas europeas serían
policéntricas porque sus diversos sistemas diferenciados tales como la política,
el derecho, la economía, la religión, la ciencia y el arte tienen un “alto nivel de
autonomía y capacidad de auto-organización” que impide “que uno de ellos
asuma el control de los demás y se sitúe en el centro de la sociedad”.3 En cambio,
en las sociedades concéntricas latinoamericanas, aunque existe diferenciación
funcional, ello no ha impedido una primacía del sistema político sobre las
otras esferas parciales a las que instrumentaliza y utiliza, imponiéndoles su propia
lógica.4 En otras palabras, la autonomía de la política se realiza a costa de la
autonomía de otras esferas.
Al menos como hipótesis es posible plantear que el centralismo, como rasgo
cultural extendido en América Latina, y el carácter concéntrico de la modernidad
latinoamericana, son un obstáculo a la integración regional en la
medida que ésta implica una pérdida de control central. La política y los políticos
en América Latina son muy celosos de sus poderes centralizados de control
para aceptar posibles cesiones de soberanía o la competencia de otros poderes
centrales. Ellos están acostumbrados a concentrar el poder.
A estos rasgos culturales hay que agregar las debilidades de la identidad
latinoamericana. No sólo le falta una base popular más fuerte, sino sobre todo
el apoyo efectivo de las clases dirigentes, cuyo discurso público ha sido por
mucho tiempo nacionalista y subraya más las diferencias que las concordancias
con otros países del área. De allí que por mucho tiempo el discurso integracionista en América Latina ha sido meramente retórico y que pocas veces
se ha transformado en hechos concretos. Los procesos de integración requieren,
por lo tanto, de una actitud diferente y más crítica frente a las identidades
nacionales. No se trata de eliminarlas sino más bien de entenderlas en
otra forma. Frente a las necesidades de la integración, cabe preguntarse ¿qué
tipo de identidad nacional le estamos enseñando a nuestros niños? ¿Es abierta
o cerrada, receptiva u oposicional? ¿Cómo contamos nuestra historia y la de
nuestros vecinos? ¿Qué hechos destacamos y cuáles omitimos?
La pregunta por la identidad es no sólo ¿qué somos? sino también ¿qué es lo
que queremos ser? En ese horizonte que se proyecta hacia el futuro debe inscribirse
una perspectiva latinoamericanista e integracionista. En la construcción
del futuro de acuerdo a ese proyecto no todas las tradiciones históricas nacionales
son igualmente válidas y buenas. Como lo ha planteado Habermas, es
necesario mantener un espíritu crítico frente a la identidad nacional para decidir
políticamente si continuar o no con algunas tradiciones nacionales que nos
separan de los otros países de la región.5
Chile se prepara en estos días para la celebración del bicentenario de la
nación el año 2010 y con esta ocasión ha empezado a reflexionar sobre la identidad
nacional y su estado actual. Al acercarnos a los dos siglos de vida independiente
es obvio que tiene mucho interés evaluar el camino recorrido, de dónde
se viene y cómo se ha cambiado, cuáles son los rasgos más estables y si se ha
mantenido un rumbo discernible, qué ha dado resultado y qué ha fracasado.
Las identidades nacionales, y por lo tanto la identidad chilena, no son esencias
fijas, se construyen en el tiempo y van cambiando. Dar cuenta de esos cambios,
reflexionar sobre lo que se ha hecho y sobre el curso actual que se sigue, es sin
duda de primera importancia para el aniversario, más aún cuando los embates
de la globalización hacen pensar a muchos que la identidad chilena está amenazada
o desdibujándose bajo el impacto de otros valores y otras culturas.
Como parte de esta reflexión ha surgido también la pregunta por América
Latina y más concretamente por el vecindario de Chile. Esto no sólo porque en
principio parte importante de lo que Chile es y ha ido construyendo es, en sí
mismo, latinoamericano, y se comparte con otros más allá de las fronteras, sino
también porque una serie de desencuentros y problemas con los vecinos ha
puesto esta pregunta sobre la mesa con más fuerza que nunca. Primero fue un
caso de espionaje chileno en el consulado argentino de Punta Arenas, el problema
de los recortes del gas argentino, el no cumplimiento de contratos y
acuerdos y las revelaciones del apoyo chileno a Inglaterra durante el conflicto
de las Malvinas; después vino el conflicto con Bolivia por las aguas del río Silala,
la ofensiva internacional boliviana por una salida al mar, la cancelación de la
exportación de gas boliviano por Chile y de la venta de todo gas a Chile, y el
intenso lobby boliviano para impedir que un chileno fuera secretario general
de la Organización de Estados Americanos (OEA); por último Perú descubre un nuevo problema de demarcación de la frontera marítima con Chile, ordena
clausurar una planta de pastas con una pérdida de 30 millones de dólares para
el grupo chileno Luksic, y plantea reclamos más o menos airados, primero por
la muerte de un inmigrante ilegal peruano a manos de la marina chilena en el
límite fronterizo, segundo por una venta de armas a Ecuador durante su conflicto
con Perú diez años atrás, tercero por un video difamatorio de Lima que
se pasó en los aviones de Lan Perú, y cuarto por las pinturas sobre muros incaicos
de dos grafiteros chilenos en el Cuzco.
La frecuencia y extensión de los incidentes con los tres países limítrofes ha
hecho surgir muchas preguntas. En Chile se habla de vivir en un barrio complicado.
La disyuntiva es aislarse y protegerse o, por el contrario, abrirse e integrarse.
Se pone así en juego una dialéctica entre lo nacional y lo regional que
incide directamente sobre los modos como Chile ve su destino, sea separado o
integrado con sus vecinos. Dado que las identidades nacionales no sólo miran
al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados sus elementos
principales, sino que también miran hacia el futuro (identidad como proyecto6),
surge la pregunta clave sobre qué rol quiere Chile que juegue su región, el
lugar geográfico donde se ubica y con el que comparte una historia común, en
su proyecto futuro. Ésta es una pregunta que, quiéralo o no, tiene que responder.
Por una parte los problemas que Chile ha tenido con sus vecinos en los
últimos años, más la creciente afirmación de un discurso identitario exitista y
excepcionalista hablarían de una dinámica de separación y camino propio, pero
por otra parte, y contrariamente a lo que podría pensarse, de los problemas
enumerados surge también la duda de si Chile podrá tener éxito sin la ayuda
de sus vecinos. Lo que ha pasado con el gas tipifica esto, y en estos días Chile es
el más activo impulsor del anillo energético que integraría al cono sur.
Sin embargo, los procesos modernizadores han producido en Chile un nuevo
discurso identitario que conspira contra la idea de expandir la integración
latinoamericana. Se trata de un discurso empresarial sobre la identidad chilena
que se caracteriza por cuatro elementos.
1) Chile país exitoso o ganador. Se concibe a Chile como un país emprendedor
donde se destacan el empuje, el dinamismo, el éxito, la ganancia y el
consumo como los nuevos valores centrales de la sociedad chilena. Es un Chile
que conquista mercados en el mundo y que invierte exitosamente en los países
vecinos. Es un Chile que aventaja a sus vecinos. Así como se hablaba de los
cuatro tigres asiáticos, en el Chile de los noventa se hablaba de ser el jaguar de
América Latina.
2) Chile país diferente. La idea central es que Chile es un país distinto al
resto de América Latina, un país de rasgos europeos, donde las cosas se hacen
bien, seriamente, donde hay poca corrupción. Se contrasta esto con las
dificultades de los vecinos que se atribuyen al desorden político y las malas políticas económicas. La decisión de exhibir un iceberg en la Exposición
Mundial de Sevilla en 1992 quería simbolizar un país cool, exento de todo
tropicalismo. Hasta 1973 Chile se consideraba inserto en un proyecto compartido
con América Latina. Hoy Chile parece creer en su carácter excepcional
dentro de América Latina. Esto no es sólo una creencia infundada sino
que tiene una base material objetiva: Chile se excluye de participar plenamente
en proyectos comunes como el Mercosur por su propia realidad económica
y por sus políticas económicas muy distintas a las de sus socios potenciales.
Chile no sólo se siente más próximo a Europa y Estados Unidos, los
tratados de libre comercio con ellos demuestran que de hecho ellos son sus
socios verdaderos. La percepción de ser diferente acarrea bastantes problemas.
Fomenta una cierta arrogancia en los chilenos y ocasionalmente respuestas
no muy amistosas de nuestros vecinos. Algunos analistas internacionales
incluso hablan del creciente aislamiento de Chile en América Latina.
3) Chile país desarrollado. Desde 1990, más o menos, el discurso empresarial
sobre la identidad chilena ha ido proyectando la imagen que Chile ya ha
dejado de pertenecer al Tercer Mundo y ha pasado a compartir destinos con
una comunidad más selecta y pequeña dentro de los países periféricos: la de los
países en vías de desarrollo más exitosos (los cuatro tigres asiáticos). Se trata de
países con altas tasas sostenidas de crecimiento económico y cuyo desarrollo es
impulsado por las exportaciones. Desde fines de los años ochenta una de las
aspiraciones más sentidas del mundo intelectual y político chileno es llegar a
pertenecer a la comunidad de los países desarrollados, algo que muchos creen
que está a la mano.7
Si en los años sesenta Chile era una sociedad consciente de los obstáculos al
desarrollo y sin muchas ilusiones sobre el entorno internacional, hoy día en el
discurso empresarial prima el voluntarismo y la pérdida de conciencia acerca
de los límites que impone la globalización. Mientras en el período que va de
1950 a 1973 había clara conciencia sobre la necesidad del desarrollo pero no
necesariamente mucho optimismo sobre la posibilidad real de alcanzar la meta
en el mediano plazo, en los noventa se expande una conciencia de que llegar a
ser un país desarrollado es no sólo posible sino que Chile está relativamente
cerca de esa meta. Incluso el tercer gobierno de la Concertación se plantea
como objetivo que Chile sea un país desarrollado para 2010, fecha del segundo
centenario de la independencia.
En muchos sectores la idea de crecer a un siete u ocho por ciento anual se
ha transformado en una especie de derecho que tienen todos los chilenos, que
si no puede ejercitarse o no se logra es por fallas de las políticas públicas o la
falta de visión de los gobernantes. Paradójicamente, en una época de
globalización acelerada que muestra con claridad creciente los
condicionamientos internacionales que limitan el crecimiento de un país, sectores
importantes de las elites chilenas todavía creen que sólo es cuestión de voluntad, de libertad de mercados, de desregulación, de políticas adecuadas.
Se lamenta como un fracaso el crecimiento de alrededor de tres por ciento
entre el 2000 y el 2004, porque Chile se demorará mucho en llegar a ser “país
desarrollado”, sin ver que en las circunstancias internacionales del momento se
trata de un éxito. Al parecer, diez años de altas tasas de crecimiento terminaron
por convencer a muchos sectores de que las políticas adecuadas bastan. Lo que
dista de ser realista dentro del sistema capitalista mundial.
4) Chile país modelo. El discurso identitario empresarial plantea que Chile
es un modelo para otros, especialmente para América Latina. Se precia y enorgullece
de que instituciones internacionales como el Banco Mundial o el Fondo
Monetario Internacional, y también políticos europeos y norteamericanos,
hayan indicado en varias ocasiones que Chile ha hecho las cosas bien y que
otros debieran seguirnos. Puede ser que ésta sea una imagen propia de las elites.
Pero esta versión circula ampliamente en los medios y muchos ciudadanos comunes,
agobiados por las deudas o el desempleo, obtienen de ella alguna satisfacción
vicaria. (¿Se acuerdan de la “identificación con el agresor” de Freud?)
Es claro que esta versión de la identidad nacional chilena representa un
obstáculo para la integración regional. Pero es bueno recordar que se trata
sólo de una versión, que por más que se haya expandido en la última década no
es “la identidad chilena”. Ningún país tiene una sola versión de identidad. Si
hay algo que diferencia a las identidades individuales de las identidades nacionales
es que las primeras normalmente tienen un solo relato sobre sí mismas,
mientras las segundas tienen varios que responden a la gran variedad de modos
de vida, intereses políticos, regionales y de clase. En este sentido la identidad
nacional es siempre un campo de lucha donde varias versiones públicas buscan
interpelar a la gente para convencerla de su visión. La versión empresarial ha
sido exitosa en Chile, pero dista de ser la única y universalmente aceptada. Hay
otros discursos subordinados y más precarios, que quizás todavía ni siquiera
tienen la entidad de una versión bien elaborada pero cuya orientación está
abierta a América Latina y buscan articularse con una identidad regional. La
pregunta es si finalmente se van a imponer o no.
Una tal articulación no sólo es posible sino que, hasta un cierto punto, ha
existido hasta hoy. En América Latina siempre ha existido una conciencia de la
identidad latinoamericana articulada con las identidades nacionales. Se ve en
los ensayistas, en la literatura, en el disfrute mutuo de la música, las novelas, los
bailes y las telenovelas de la región y aun en la transferencia de lealtades en las
copas mundiales de fútbol. Lo que pasa es que, a pesar de esto, la identidad
regional no es lo suficientemente fuerte frente a las identidades nacionales.
Pero eso puede cambiar. Las identidades se construyen, no están dadas de una
vez para siempre.
Desde el punto de vista de estas versiones subalternas, la gran tentación de
Chile es proyectarse al bicentenario como una nación excepcional y diferente al resto de América Latina, como una nación que intenta reforzar su identidad
propia a costa de su identidad latinoamericana. Después de los traumáticos
diecisiete años de dictadura, Chile ha sufrido profundas divisiones internas y
no es sorprendente que muchos de sus mejores esfuerzos se dirijan a reconstituir
su unidad resquebrajada por los antagonismos políticos exacerbados y las
violaciones a los derechos humanos. Al mismo tiempo un gran acuerdo sobre
una política económica de corte liberal parece unir a la mayoría de los sectores
políticos. Así se entiende un poco esa autorreferencialidad que nos caracteriza
ahora último, esas ansias por constituirnos en modelo, por llegar a la meta
antes que los demás. Pero es muy importante evitar que la reconstrucción de la
unidad interna se haga a costa de la integración latinoamericana, acentuando
diferencias y aislándonos en nuestra autocomplacencia. Nuestro destino está
en América Latina. El bicentenario debe ser una celebración de la identidad
chilena como voluntad de integración con el resto de América Latina.
1 comentarios:
Aburrete cabañas...¬_¬
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